El arte y sus huellas
Que la situación de Europa antes de la primera guerra mundial fuera crítica, lo presintió la gran narrativa a caballo entre los siglos XIX y XX. La literatura a la que los historiadores "puros" prestan poca atención, es el sismógrafo más sensible para advertir y registrar las vibraciones, los sobresaltos que sacuden inadvertidos el subsuelo social y que, en ocasiones de una crisis, como la que provocó la primera guerra, estallan en la superficie. Como dice Hermann Hesse en su Juego de los abalorios de l943, "hay más verdad legible en una obra de arte en cuanto a lo que son las grandes corrientes del alma colectiva, que en otras producciones; en verdad, el inconsciente aflora en la obra de arte". Al lado de la literatura, el arte del expresionismo alemán es otro documento invaluable de la crisis de la sociedad de aquellos años.
Nada como las grandes novelas entre los dos siglos (las de Kafka, Proust, Martin Du Gard, Italo Svevo, Pirandello, Musil) que Philippe Chardin llama de la "conciencia infeliz" para conocer el espíritu del tiempo, la problemática de esos decenios, para revelar lo que se ocultaba tras la fachada llena de glamour de la belle époque. Esas novelas narran una misma historia, evocan una época que se cristalizó alrededor de la primera guerra, considerada no como un parteaguas con el mundo de ayer, sino como el resultado de lo que se agitaba en ese mundo, lo que causó la guerra, la caída del mundo liberal así como la victoria de los totalitarismos de derecha e izquierda.
De todas esas novelas podemos decir lo que Thomas Mann afirma de su Montaña mágica, escrita entre l9l2 y l924: que "probablemente los hombres del futuro vislumbrarán en ella un documento de la psicología moderna y de los problemas espirituales del siglo XX". Esas novelas no se limitan a ser "espejo del tiempo"; muchas de ellas van más allá, son una prefiguración de la tragedia que vivirá Europa en la primera postguerra. En la misma Montaña mágica, que su autor llama pedagógica e histórica, el duelo ideológico entre dos de sus protagonistas, el humanista volteriano, masón, Settembrini, defensor del progreso democrático y de la libertad individual, y el jesuita revolucionario y nihilista Naphta, propugnador de un regreso al autoritarismo medieval y del uso del terror, prefigura la lucha que vivirá pronto toda Europa. El enfrentamiento entre estos dos adversarios pasará de las palabras a los hechos, a un duelo con pistolas que Naphta, frente a Settembrini que dispara al aire, concluye suicidándose. El bosque en el que se enfrentan los dos antagonistas, se abre como en un travelling cinematográfico en el más vasto campo de batalla, donde democracia y fascismo entablarán una lucha que arrastrará a Europa a la catástrofe.
Leamos lo que Rainer Maria Rilke escribe a una amiga después del estallido de la guerra: "¿Era esto, me pregunto mil veces, esto, el peso horrible que nos oprimía en los últimos años, este futuro espantoso que ahora es nuestro presente cruel?" El mismo sentimiento expresa la obra de Pirandello, de quien Leonardo Sciascia dice que "presintió una realidad de la que las sociedades europeas no tuvieron conciencia sino sólo después de la primera guerra, que hizo tabula rasa de la Europa de anteayer", y añade: "En una Europa tranquila, cómoda, apenas sacudida entre jubileos reales y escalofríos sociales, Pirandello entrevió la feroz y grotesca máscara de un mundo convulsionado, enloquecido." Sciascia minimiza los escalofríos sociales de los decenios de anteguerra, durante los cuales los jubileos reales se alternaban sobre todo con los atentados, logrados o no, del movimiento anarquista que se ensañaba por doquier contra reyes y políticos. El año l900 se abrió en Italia con el asesinado del rey Umberto de Saboya a manos de un anarquista; al año siguiente, moría también asesinado por otro anarquista, el presidente republicano de los Estados Unidos McKinley, quien había hecho la guerra a España para anexarse las Filipinas, Cuba y Puerto Rico.
La segunda interpretación del fascismo, a la que, como dije, me adhiero, refuta la primera y sostiene que el fascismo fue la herencia del pasado de Italia y de Alemania, de un pasado en el que incubaban los males que explotarían durante la primera postguerra. En esta línea encontramos al italiano Nello Rosselli, una de las tantas víctimas del fascismo, apuñalado en Francia por sicarios de Roma, quien vio en el fascismo una herencia histórica y llamó irónica y polémicamente "enfermedad crónica" a lo que Benedetto Croce consideraba como un simple "paréntesis", contingente y pasajero. Para Rosselli, el fascismo sería en pocas palabras la "autobiografía" de la nación italiana. A su vez otro italiano, Giustino Fortunato, habla del fascismo como de una "revelación" de la verdadera Italia, retrógrada y mojigata, servil y fanfarrona desde la pérdida de su independencia bajo la dominación española y la Contrarreforma. Otros, como Piero Gobetti y Gaetano Salvemini, se limitan a criticar el pasado más reciente de Italia. El fascismo sería el heredero de las taras del post-Resurgimiento,2 de los decenios de mediocridad y corrupción que habían sucedido a la unidad de Italia, de la traición de los ideales de los patriotas por parte de la clase gobernante. También en Alemania hay pensadores que, al estudiar el nazismo, remontan el inicio de la problemática del país a la reforma de Lutero, cuando empieza a formarse el carácter alemán disciplinado, sumiso, obediente y sin sentido crítico ante la autoridad del Estado. Otros se refieren al pasado más reciente del país, adjudicando a la edad guillermina la falta de sentimiento democrático y el inicio de todos los males. Max Weber, que no vivió el fascismo (murió en l920), responsabiliza de la crisis alemana a Guillermo ii y sobre todo a su canciller Bismarck, quien habría castrado a la élite política y al pueblo.
Ahora bien, hay que preguntarse si el fascismo fue el resultado de crisis y desarrollos específicos de los dos países y si detrás de la ferocidad nazi no se halla la tradición europea con su larga historia de horrores, exterminios, inquisiciones, racismo y, desde la Edad Media, antisemitismo y progrom. En su introducción a Los moralistas modernos, el narrador Alberto Moravia hace responsable de la catástrofe de la segunda mitad del siglo XX a toda Europa. "Cabe la sospecha, sostiene Moravia, de que los alemanes crearon el nazismo por cuenta de todos los pueblos europeos." La desigualdad de las razas humanas (l954), del francés Joseph Gobineau, fue el primer libro en exponer la tesis de la superioridad de la raza aria, que tuvo una gran influencia en Alemania y en el círculo ferozmente antisemita de Ricardo Wagner. El mismo Hitler tendrá palabras de admiración para la "poderosa contribución" francesa. En fin, el tumor maligno que acosaba a Europa se volvería metástasis en tierra alemana.
La tercera línea de interpretación del fascismo, la marxista, es, como se ha dicho, simplista, pues explica el triunfo del fascismo por la degeneración del capitalismo que lo habría financiado y por el dominio terrorista del capital para defenderse del peligro de la revolución bolchevique, que de Rusia iba propagándose a Alemania e Italia. De hecho, el fascismo no fue, como generalmente se cree, una criatura del capitalismo. Fue un movimiento autónomo, con raíces y criterios propios no relacionados con las aspiraciones capitalistas; más aún, inicialmente ganó a las masas con una intensa campaña anticapitalista. No existe, como dice George L. Mosse, el estudioso más importante del fascismo alemán, ninguna prueba documentada de que en Alemania los industriales Krupp o Thyssen dictaran leyes a Hitler, sino al contrario. Las fuentes del financiamiento fascista fueron varias y de muy distinta procedencia, según la conveniencia de los dos partidos. Así, por ejemplo, Il popolo d’Italia, órgano del partido fascista fundado por Benito Mussolini, fue financiado desde Francia.
Un trato aparte merece la obra del filósofo marxista Lukács, quien, como se dijo, se mantuvo fuera del simplismo marxista. Su obra es una clave indispensable para entender el fascismo y enriquece enormemente la segunda línea interpretativa, que vislumbra en el pasado las raíces del fenómeno fascista. En el Asalto a la razón, de l953, Lukács atribuye el fascismo al irracionalismo europeo desde Schelling hasta Hitler, una concepción del mundo que halló su adecuada forma práctica en el hitlerismo, y que se fue a pique con el mismo Hitler. Lukács recurre a la filosofía, a la literatura, a la psicología social, haciendo también hincapié en el carácter del alemán educado en el respeto y la veneración de la autoridad del Estado. El filósofo húngaro insiste en que, si las causas inmediatas de la crisis de la postguerra fueron de carácter económico, social y político, no menos importante fue la trayectoria ideológica anterior a la primera guerra, es decir, las tendencias de una filosofía agnóstica y pesimista que halló un eco inmediato en la desesperación de las masas. Además, Lukács añade que la desesperación por sí sola no hubiera bastado como engarce psicológico y social, necesitaba unirse con la credulidad y la fe milagrosa en un "caudillo salvador", en un "jefe carismático" (encarnado en Italia por Mussolini y en Alemania por Hitler).
Quedaría por explicar cómo una doctrina filosófica abstrusa, elaborada entre círculos estrechos de pensadores, pudo descender hasta el pueblo, penetrar en la disposición del ánimo de las masas. Lukács explica que esa influencia no operó a través de los libros, sino de manera indirecta, subterránea y de forma trivial a través de las universidades, las conferencias, las divulgaciones, la prensa. Yo añado, por mi cuenta, las cafeterías y cervecerías que fueron centros de encuentro y conspiración de los nazis. Hitler y Rosenberg se encargaron de llevar a la calle de manera burda lo que encontraron de irracional en la trayectoria que va de Nietzsche a Jaspers. "De ese modo sostiene Lukács pueden las masas verse envenenadas intensivamente por esas ideologías, sin llegar a poner jamás la vista encima de la fuente indirecta de su envenenamiento."